Cuando lo leí, de inmediato super que su lugar estaría en este blog. Así pues, he aquí el cuento ganador del primer premio del concurso- "Amistad, más allá de las frontera culturales",convocado por la revista Humboldt. Entonces me acordé de ti K,aunque tu no te acuerdes de mí ( risas). Aquí el cuento:
Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Mayo 2009
Mi amigo (el mejor hasta el presente) se llama, ¿llamaba?, Arnoldo Waitman. Ambos teníamos doce años y cursábamos el último grado de “la primaria” en un pueblo de la pampa gringa cuando a un mediocre escritor argentino, devenido en ministro de Educación del Gobierno militar del 43, se le ocurrió implantar la enseñanza de la religión católica en las escuelas. Arnoldo era judío. Los Waitman eran los únicos judíos de mi pueblo, y la condición de “recortados” de sus varones los hacía destinatarios de las chanzas de todos. La Guerra Civil española había terminado pocos años antes. Mis padres, mis abuelos –todos españoles mis ancestros hasta donde he podido averiguar– eran de los que habían juntado trigo para mandar a los hambreados soldados republicanos que trataban de impedir que Franco tomase Madrid. En 1939 mis padres y mis abuelos pasaron a ser, a la distancia, unos derrotados más, y en 1943 continuaban teniendo la bandera tricolor en el alma y el corazón repleto de enemigos: Franco y sus malditos generales y coroneles, y los curas, los malditos curas que los habían ayudado a someter al pueblo. Así de enormes fueron las razones y las causas de que yo tuviera mi mejor amigo.
Porque mi padre resolvió que yo no recibiese enseñanza de Religión en la escuela, por aquello de que la religión es el opio de los pueblos, y porque el cura de su aldea de Zamora había hecho fusilar al maestro de su aldea de Zamora, y porque Arnoldo era judío, Arnoldo y yo, los martes y jueves, de diez a once de la mañana, mientras todos nuestros compañeros “daban” Religión, Arnoldo y yo, repito, la pasábamos en el patio de la escuela, sin saber demasiado qué hacer, solos, distintos, segregados, burlados, heridos. Y, desde entonces, amigos.
Amigos, porque, además, mi madre y la madre de Arnoldo se pusieron de acuerdo en llevarnos a la escuela, los fatídicos martes y jueves, algo así como grandes sándwiches que nos pasaban por un alambrado roto: pan, pepino y mayonesa, los de la madre de Arnoldo; pan, queso y picadillo de carne (éste venía en latitas que se abrían con una llave casi mágica), los que nos llevaba la mía. El ajedrez vino después. Arnoldo me enseñaba y, para fines de año, ya conseguí hacerle algunas tablas. El jaque mate pastor se lo di porque Arnoldo quiso.
De más está decir que éramos la comidilla de un pueblo ofendido: ¡cómo los Waitman y los Rodríguez se animaban a despreciar a Dios e insultar a la Iglesia! ¡Cómo podíamos comer mientras los demás rezaban! ¿Y el ajedrez? ¿Qué es eso del ajedrez? Arnoldo y yo pasamos a integrar, y lo sabíamos, el grupo de los marginados aptos para la broma y la agresión, junto a los dos homosexuales y las tres prostitutas del pueblo. Y, así, nuestra amistad llegó a la cúspide: algún chistoso me dijo que los judíos tenían el pito distinto, que se lo recortaban, decile que te muestre, decile que te muestre y vas a ver, y yo le pedí a Arnoldo que me mostrara su pito y Arnoldo me lo mostró y yo vi cómo, en ese momento, un dolor y un miedo de cinco mil años de persecuciones asomaban en sus ojos, y sentí que él era mi amigo, que lo sería para siempre, sin importarme un rábano que en su pito el glande estuviera descubierto. “Es igual –le dije–, igual que todos”. El dolor y el miedo de cinco mil años, lo supe exactamente, se redujeron a la mitad.
Algunos años después, los Waitman se fueron del pueblo. Cuando cumplí veinte, me fui yo. No eran tiempos de Internet ni de celulares, y Arnoldo y yo nos perdimos el uno para el otro. En el 57 anduve por los volcanes de Guatemala con la gente de Arbenz, que resistía en las montañas. En el 76, leí que, en un “enfrentamiento” con las tropas regulares, habían muerto, en Buenos Aires, tres guerrilleros. Uno se llamaba Arnoldo Waitman, pero supongo que no era “mi” Arnoldo Waitman, porque en el 76 el mío hubiera tenido 45 años, que no era la edad normal de los guerrilleros.
Sigo jugando al ajedrez. Sigo untando el pan con mayonesa y poniendo rebanadas de pepino, o lo sigo untando con picadillo de carne y poniendo rebanadas de queso. “¡Qué gustos estrafalarios!”, me dice mi hijo. Sucede que la gente de ahora sabe poco de ritos, de religiones verdaderas. A veces, hasta dejo que dé jaque mate pastor. “¡Eh! ¡Jugá bien!”, me dice, “estás distraído”. “Estoy jugando bien”, le respondo. E inclino mi rey, con elegancia y la bondad (espero) con que lo hizo Arnoldo.
Mayo 2009
Mi amigo (el mejor hasta el presente) se llama, ¿llamaba?, Arnoldo Waitman. Ambos teníamos doce años y cursábamos el último grado de “la primaria” en un pueblo de la pampa gringa cuando a un mediocre escritor argentino, devenido en ministro de Educación del Gobierno militar del 43, se le ocurrió implantar la enseñanza de la religión católica en las escuelas. Arnoldo era judío. Los Waitman eran los únicos judíos de mi pueblo, y la condición de “recortados” de sus varones los hacía destinatarios de las chanzas de todos. La Guerra Civil española había terminado pocos años antes. Mis padres, mis abuelos –todos españoles mis ancestros hasta donde he podido averiguar– eran de los que habían juntado trigo para mandar a los hambreados soldados republicanos que trataban de impedir que Franco tomase Madrid. En 1939 mis padres y mis abuelos pasaron a ser, a la distancia, unos derrotados más, y en 1943 continuaban teniendo la bandera tricolor en el alma y el corazón repleto de enemigos: Franco y sus malditos generales y coroneles, y los curas, los malditos curas que los habían ayudado a someter al pueblo. Así de enormes fueron las razones y las causas de que yo tuviera mi mejor amigo.
Porque mi padre resolvió que yo no recibiese enseñanza de Religión en la escuela, por aquello de que la religión es el opio de los pueblos, y porque el cura de su aldea de Zamora había hecho fusilar al maestro de su aldea de Zamora, y porque Arnoldo era judío, Arnoldo y yo, los martes y jueves, de diez a once de la mañana, mientras todos nuestros compañeros “daban” Religión, Arnoldo y yo, repito, la pasábamos en el patio de la escuela, sin saber demasiado qué hacer, solos, distintos, segregados, burlados, heridos. Y, desde entonces, amigos.
Amigos, porque, además, mi madre y la madre de Arnoldo se pusieron de acuerdo en llevarnos a la escuela, los fatídicos martes y jueves, algo así como grandes sándwiches que nos pasaban por un alambrado roto: pan, pepino y mayonesa, los de la madre de Arnoldo; pan, queso y picadillo de carne (éste venía en latitas que se abrían con una llave casi mágica), los que nos llevaba la mía. El ajedrez vino después. Arnoldo me enseñaba y, para fines de año, ya conseguí hacerle algunas tablas. El jaque mate pastor se lo di porque Arnoldo quiso.
De más está decir que éramos la comidilla de un pueblo ofendido: ¡cómo los Waitman y los Rodríguez se animaban a despreciar a Dios e insultar a la Iglesia! ¡Cómo podíamos comer mientras los demás rezaban! ¿Y el ajedrez? ¿Qué es eso del ajedrez? Arnoldo y yo pasamos a integrar, y lo sabíamos, el grupo de los marginados aptos para la broma y la agresión, junto a los dos homosexuales y las tres prostitutas del pueblo. Y, así, nuestra amistad llegó a la cúspide: algún chistoso me dijo que los judíos tenían el pito distinto, que se lo recortaban, decile que te muestre, decile que te muestre y vas a ver, y yo le pedí a Arnoldo que me mostrara su pito y Arnoldo me lo mostró y yo vi cómo, en ese momento, un dolor y un miedo de cinco mil años de persecuciones asomaban en sus ojos, y sentí que él era mi amigo, que lo sería para siempre, sin importarme un rábano que en su pito el glande estuviera descubierto. “Es igual –le dije–, igual que todos”. El dolor y el miedo de cinco mil años, lo supe exactamente, se redujeron a la mitad.
Algunos años después, los Waitman se fueron del pueblo. Cuando cumplí veinte, me fui yo. No eran tiempos de Internet ni de celulares, y Arnoldo y yo nos perdimos el uno para el otro. En el 57 anduve por los volcanes de Guatemala con la gente de Arbenz, que resistía en las montañas. En el 76, leí que, en un “enfrentamiento” con las tropas regulares, habían muerto, en Buenos Aires, tres guerrilleros. Uno se llamaba Arnoldo Waitman, pero supongo que no era “mi” Arnoldo Waitman, porque en el 76 el mío hubiera tenido 45 años, que no era la edad normal de los guerrilleros.
Sigo jugando al ajedrez. Sigo untando el pan con mayonesa y poniendo rebanadas de pepino, o lo sigo untando con picadillo de carne y poniendo rebanadas de queso. “¡Qué gustos estrafalarios!”, me dice mi hijo. Sucede que la gente de ahora sabe poco de ritos, de religiones verdaderas. A veces, hasta dejo que dé jaque mate pastor. “¡Eh! ¡Jugá bien!”, me dice, “estás distraído”. “Estoy jugando bien”, le respondo. E inclino mi rey, con elegancia y la bondad (espero) con que lo hizo Arnoldo.
Guillermo Rodríguez ,nació en Villa Cañas (Argentina) en 1931, y reside en la ciudad argentina de Córdoba. Periodista activo, tiene una columna diaria en Hoy día Córdoba, y es conocido por su ciclo de TV “3 a las 9”. Ha publicado, entre otros, los libros Encerrar la dama, El círculo y el cambio y El libro de las equivocaciones. Ha recibido numerosos premios en Argentina y España.