13.9.06

de María Negroni

Ir volver (ponecia leida el día 20 de junio)
De un adónde a un adónde
Cuando llegué por primera vez a Nueva York en 1985, traía conmigo a cuestas, entre otras cosas, 8 años de dictadura y exilio interno, una familia de clase media contra la que me había rebelado, una sociedad que me ahogaba con sus rituales, varios amigos desaparecidos, una desesperación creciente frente a lo que me parecían trabas infranqueables. Traía también, bajo el brazo, mi primer libro de poemas que acababa de publicarse en Buenos Aires y se titulaba, previsiblemente, de tanto desolar.

Me enamoré en el acto de Manhattan. En parte, sin duda, porque su realidad me rehuía. ¿Había llegado al centro del Imperio o a un catálogo del Tercer Mundo? New York era, en los 80, una ciudad filosa, donde convivían los edificios en ruinas y los paneles bursátiles, los sueños puros y la pesadilla, la escoria y los museos, el libertinaje y la mendicidad, los desamparos de la pobreza y los del lujo, lo reconocible y lo que no lo es. Una grilla nocturna que viajaba, ella misma, como si fuera un barco. Alguna vez soñé que la veía desplazarse frente a mí y me preguntaba por dónde iba a cruzarla. Sentía que sus calles pertenecían a una comunidad de seres errantes, fugaces e inseguros como yo. Una ciudad desmemoriada, hecha de zonas oscuras y fragmentos expulsados, donde el exilio, como escribió Charles Simic, dejaba de ser un infortunio para volverse una oportunidad sin par. Aquí podría escaparme de todo lo que me había molestado hasta entonces. Podría dejar atrás los roles asignados, el peso de la tradición, la política de los clanes y sus vocabularios. Nada más interesante que el anonimato para vivir y crecer. O, más bien, para sacudirse las convenciones y códigos sociales y fundarse de nuevo. Wim Wenders dijo una vez, en una entrevista, que en New York había encontrado una segunda infancia. Otro cineasta, Jonas Mekas, registró una emoción similar con su máquina de filmar recuerdos. Joseph Cornell los precedió (y acaso, por adelantado, los superó a los dos): con un sensorium hecho a la medida de su obsesión, concibió el espacio urbano como lugar de escondite, fascinación y ensueño, es decir como un arsenal de imágenes donde ejercer el saqueo, y así multiplicar ad infinitud las representaciones del mundo y sobre todo, de sí mismo. Sus cajas inesperadas son la prueba de que, en la ciudad hormigueante, es posible perderse; es más, es posible perfeccionar el método de perderse para seguir siendo el niño o la niña que nunca dejamos de ser.
Así fueron mis primeros años aquí. Los viví con apuro, con deseos de fagocitarlo todo, como una suerte de inmigrante indocumentada de la cultura. Sabía, por lo demás, que todo eso era central para mi formación como escritora y nada pudo distraerme.
En diez años escribí cinco libros, traduje a varios poetas, leí, sin exagerar, varios anaqueles de la biblioteca de Columbia, donde hice mi doctorado en literatura, participé en congresos, revistas, antologías, conservé un matrimonio y crié a dos hijos. ¿De dónde venía esa sed? ¿Qué la sostenía? Por ese entonces, se habían puesto de moda las teorías sobre la postmodernidad. Todo lo inestable, marginal y nómade era considerado una virtud. O lo que es igual, la idea de pertenencia nacional se había tornado un anacronismo, cuando no un indicio de provincianismo escandaloso. Yo seguía esas teorías con atención, como si hubieran sido pensadas para mí y pudieran aliviarme de algo que no alcanzaba a captar. Eso no evitaba que muchas veces me preguntara, con más angustia que lucidez, cuáles eran los costos de vivir afuera del país, cómo afectaría mi escritura, si la partida iba a descalificarme sin remedio para formar parte de la literatura argentina, cosas así.
Debo reconocer, sin embargo, que me encantaba jugar “desmarcada”, en especial el juego literario. Estando lejos, me ahorraba las pequeñas miserias, las glorias diminutas, la envidia y las disputas entre artistas. Sin contar mi confianza desmedida en la pérdida como estímulo de la creación. Loss is a magical preservative, escribió la ensayista polaca Eva Hoffman. Las cosas se borran, se anulan, se suprimen y después se reinventan, se fetichizan, se escriben. ¿No había dicho Joyce, por lo demás, que el silencio, el exilio y la astucia son las armas imprescindibles de todo buen escritor?
Mirando hacia atrás, puedo reconocer ahora en los libros que escribí por esos años, en especial Islandia, un uso especulativo (especular también) de la distancia como método para complejizar la mirada y reclamar, oblicuamente, una pertenencia. Como quien se afilia a una propuesta esquiva, movediza, extraterritorial, yo había elegido, es obvio, la extravagancia como ardid. Islandia aludía, al mismo tiempo, al país de la isla, (esta isla, Manhattan) y a Borges, como signo de nuestra literatura. Los islandeses no habían hecho otra cosa: ellos también se habían alejado de su país de origen (Noruega) en la confianza de que, en la extranjería y el extrañamiento, podrían acceder a ciertas percepciones sutiles y así ser los escribas más veraces, más tenazmente desesperados, de la tierra perdida. De más está decir que la isla improbable y helada que eligieron para hacerlo coincide, para ellos y también, por supuesto para mí, con la tierra de la poesía, es decir con ese territorio ciego, absoluto, encallado en lo imaginario, donde las palabras no tienen más pasión que lo inexpresable.
Me adueñé, digamos, de una libertad que nunca antes había sentido. Todo lo que fuera descentrado me atraía, los cruces de géneros, la poesía en prosa, los ensayos líricos, la calidad golpeada de cierta narrativa, lo que rebasaba las fronteras geográficas, políticas y de género. Empecé a pensar y a escribir en contrapunto y usando varias voces. Mis libros son en parte, creo, el intento de transformar las sensaciones de inquietud y malestar, por medio de la magia, muchas veces penosa, de la escritura, en una suerte de defensa del fracaso y una apuesta al extravío como posibilidad existencial.
En algún punto, sin embargo, la cuestión de mi relación con el país volvió, si es que alguna vez se había ido. Tenía pensamientos obsesivos. Se me hacía imposible decidir dónde me convenía vivir. Las conversaciones sobre este tema con amigos eran interminable y, lo que es peor, nunca llegaban a una conclusión. A veces, miraba para atrás y no veía nada. Sin darme cuenta, en mi decisión de reiventarme, había sepultado partes de mí. Me parecía haber perdido incluso, como escribí hace poco en Arte y Fuga, el “aquí” que alguna vez hubo “allí”.
La novelista Bharati Mekherjee, en su libro Días y noches en Calcuta, refiriéndose a tres sucesivas migraciones que experimentó en su vida, anotó: “Cada fase requería una suerte de repudio de los avatares previos; un total renacimiento”. Algo parecido, quizá, había hecho yo. ¿Había usado el irme como solución neurótica? ¿Sería posible que Joseph Brodsky tuviera razón? Pensaba con espento en su ensayo “A room and a half”: “Si alguna vez hubo algo real en mi vida –escribió el poeta ruso desde New England—fue precisamente ese nido, opresivo y sofocante, del cual había querido tan desesperadamente huir.”
Las preguntas se me apilaban sin respuesta. ¿Cómo se lleva uno la vida en la valija cuando se va de un lugar? ¿Es posible romper con algo sin matarlo? ¿Crear sin destruir? Mi participación en la política, durante mis años de estudiante en Buenos Aires, había estado marcada por la rigidez y el dogmatismo. No me di cuenta de que, al arrancarme de cuajo de Buenos Aires, estaba repitiendo una estructura. Me zambullí en la vida neoyorkina como antes había abrazado la poesía y antes la militancia y antes había sido una alumna ejemplar. Tal vez la aversión no fuera, al fin y al cabo, sino una añoranza retorcida.
Tomé entonces una decisión drástica. En un gesto heroico y un poco teatral, levanté mi casa de NY, metí todo en containers, y regresé al país. En esa experiencia, que duró cinco años (del 94 al 99), no me faltó nada: me sentí sapo de otro pozo, recuperé los afectos, extrañé Manhattan, logré insertarme en el medio literario local, redescubrí Buenos Aires, y entendía la frase de James Baldwin cuando, en su novela Giovanni’s Room, le hace decir al amigo de un personaje que, instalado en París, se plantea si volver o no a NY: “Mejor no vuelvas, porque mientras no volvés, podés mantener la ilusión de tener una patria”.
Lo más interesante, sin embargo, vino después. Cuando circunstancias personales y familiares me llevaron a partir otra vez, la ciudad fascinante y mágica que yo había identificado con la creatividad, me mostró el rostro del dolor, no sólo el personal, sino otro más complejo quizá, más cargado de implicancias: el de sentir, por primera vez, que la escritura no me consolaba.
“You’ve come full circle”, dicen en inglés para referirse a ese tipo de situaciones, a las que se accede rara vez, y en las que se produce una súbita comprensión de algo. Lo que se aprende casi siempre coincide con la sospecha de que, si se espera lo suficiente, todo no es dado a todos y los escenarios donde eso ocurre carecen de importancia.
Con el tiempo, pude entender, incluso, otras cosas: por ejemplo, que una de las ventajas mayores de tener una experiencia en dos culturas distintas es, justamente, comprender que ninguna de las dos (y ninguna cultura, para el caso) es absoluta, y que el contraste y las diferencias pueden coexistir. También, que la experiencia de vivir afuera suele empujar a algo que podríamos llamar un “lujo moral”, una suerte de distanciamiento de la realidad concreta de ambos países (el que se deja atrás y el “nuevo”), donde resulta cómodo (y al parecer, moralmente válido) no involucrarse, conservando el paradójico privilegio de vivir o haber vivido en un lugar, sin sentirse responsable de las decisiones que, en ese lugar, se toman. Hay más. En la última década, con la globalización y las nuevas tecnologías, se han producido cambios cuya magnitud es aún difícil de medir. Por un lado, las ciudades se parecen cada vez más, al punto que las experiencias de vida en uno u otro lado, dan la impresión de ser intercambiables. Por el otro, está el acceso extendido e inmediato a los efectos, el conocimiento y la información que genera el Internet, produciendo situaciones de cercanía que disimulan bien su cualidad ilusoria. En un performance realizado este año en el Brooklyn Academy of Music, sin ir más lejos, el grupo SuperVision presentó una obra en la cual una joven asiática, estudiante de NYU, se pasa las horas conectada con su abuela que ha quedado en Sri Lanka –gracias a una computadora que les permite verse—y así las dos comparten, supuestamente, la vida cotidiana, una desde la inmovilidad de un país desmantelado, y la otra desde la fiebre neoyorquina, hasta que la abuela le empieza a preguntar a qué hora va a llegar a cenar. La escena provoca una angustiante sensación de tristeza al mezclar las ruinas del colonialismo con el vacío de la tecnología, sólo para acentuar las limitaciones de la conexión emocional entre los seres humanos hoy en día.
Llevo ahora seis años viviendo en NY. La ciudad que conocí en 1985 ha dejado de existir, del mismo modo que la que yo era entonces ha dejado de existir. Las preguntas han cambiado también. Algunas nos conciernen, principalmente, a los escritores que vivimos aquí. ¿Qué pasa con el idioma propio cuando la cultura que nos rodea se expresa en otra lengua? ¿En qué medida transitamos, sin darnos cuenta, por un proceso de aculturación? ¿Qué hacer cuando se nos cuela una frase, una palabra, en inglés? ¿Deberíamos censurar la intromisión? ¿Incluso cuando se trata de esas expresiones idiomáticas que nos causan admiración porque provienen de la calle, y son ingeniosas como recién nacidas?
Y, al revés, ¿cómo reaccionar cuando sentimos que hablar en inglés nos limita, nos obliga a vivir en un mundo insuficiente, casi falso? Peor que eso, cuando descubrimos que “el problema” va mucho más allá de las palabras, porque cada cultura tiene valores a los que responde el lenguaje, un sistema de creencias que determinan la manera de sentir el placer y el dolor, de apreciar la belleza, de expresar el afecto y la sexualidad, hasta la distancia aceptable entre los cuerpos en un abrazo o en un mimo. ¿Durante cuánto tiempo la lengua nativa será el idioma que expresemos las emociones, en que nos comuniquemos con nuestros hijos, nuestros amantes, el idioma de la pena, el chusmerío y los besos de las buenas noches?
Me he formulado estas preguntas, sin embargo, pocas veces. No porque desconozca su importancia. A lo mejor, simplemente, porque preferí guardarlas en mí, sin verbalizar, como esos semáforos que se prenden y apagan de modo intermitente, señalando un peligro posible (pero no inevitable). O bien, porque pienso que escribir, en cualquier lugar, equivale a enfrentar desafíos, y éste no sería sino un desafío más, tal vez distinto, tal vez un poco más riesgoso, pero no necesariamente negativo. O, incluso, porque siempre confié, tanto en la escritura como en la vida, en que los obstáculos, si se los exacerba, pueden volverse una ventaja. En esto, he seguido ciegamente la fórmula de Paul Celan: “Escribe, pero nunca separes y el sí y el no”.
Esto no implica que no tenga miedos. A veces pienso que me he vuelto una especie de arqueóloga de la lengua, que colecciono palabras y expresiones porteñas, que las atesoro cada vez que algún amigo las usa, como queriendo evitar que haya “cosas –como sintió Ana Cristina César cuando vivía en Londres—que han perdido su nombre y nombres que han perdido sus cosas”. Y esas palabras –y también ese esfuerzo insensato—van a parar a lo que escribo que se vuelve una suerte de cajita de música, un aparato donde lo que se escucha cobra, inevitablemente, tintes de artificio con el consiguiente riesgo de transformarse en escritura “demasiado escrita”.
Por otro lado, es obvio que la experiencia de estar “afuera”, participando de un medio literario que simultáneamente nos excluye y nos proyecta sus fantasías de otredad, complejiza ciertas apreciaciones. Hace poco leí en El país que nos habla de Ivonne Bordelois, una queja que me llamó la atención. En él, luego de analizar algunos “males” que, al parecer, afectan hoy al idioma nacional (entre los que se enumeran la invasión del inglés, la afasia lingüística de los adolescentes y la basura verbal de los programas de televisión) la autora escribe: “Hay, en la cultura de hoy, un silenciamiento y soslayamiento de lo que nos está ocurriendo colectivamente, que asombra y aterra al mismo tiempo. Nuestros poemarios se llaman Alaska, Islandia o Bulgaria; no se atreven a llamarse Atacama, Tilcara o Catamarca.”
Yo querría responder a esa queja, sin entrar a discutir las premisas estéticas que la sustentan, con una sola observación: resulta curioso y un poco perverso que el reclamo de Bordelois coincida con el del mercado editorial norteamericano para el cual, salvo contadísimas excepciones, nuestra literatura es y debe limitarse a ser la expresión del folklorismo más deleznable. Digamos que los libros latinoamericanos que interesan en Estados Unidos, por regla general, responden a una fórmula consabida que incluye una fuerte carga de color local, combinado, si es posible, con algo de magia, erotismo, arte culinaria, y hasta retórica revolucionaria.
Los caminos que puede tomar la voz que narra o poetiza para acercarse, de la manera más eficaz posible, a lo que se le escapa son siempre, en mi opinión, afortunadamente impredecibles. Los paisajes, geográficos o históricos que se eligen para desplegar los hilos argumentales y lingüísticos, carecen de importancia. A lo sumo, son disfraces que sirven para hacer más patentes ciertas claves obsesivas. En mi caso, he utilizado varios. Recién ahora, con la novela que acabo de terminar, he elegido el escenario no disimulado de la Argentina para narrar un pasado político que viví, compartí y sufrí con una generación entera. Me tomó treinta años poder hacerlo. No se me escapan, sin embargo, algunas paradojas importantes: 1) que el libro es una manera de recuperar lo perdido y también, al mismo tiempo, de dejarlo atrás; 2) que es un intento de simular la naturalidad, que es acaso el grado más difícil de la artificialidad del lenguaje; y 3) que, en lo escrito, como en toda figura estética del silencio, se anuncia algo que todavía desconozco. Termino con esta confianza, desmedida sin duda, en los desafíos que vendrán.
María Negroni
Nueva York, diciembre de 2005.

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