15.6.09

la región menos transparente

Hubo un tiempo en que ser escritor era buena cosa. Uno escribía unas líneas y el mundo te respetaba. El mundo, esa cosa: niños, mujeres, tu familia. No importaba que fueras extraño: también los otros lo eran. Tampoco importaba tu pobreza: había algo heroico, romántico, en ella. Eras un escritor, y eso bastaba. Un bohemio. Un artista absorto en el misterio. Eso, todo eso, se extinguió hace tiempo. Ahora impera el mercado, y tú que escribes nada vales. Vales menos que aquel empresario, que aquella casa, que esta computadora. No eres necesario y ya tampoco te rodea ningún misterio. Si deseas sobrevivir, pacta con el estado de las cosas. Que las editoriales trasnacionales manejen tu carrera. Que tus libros compitan contra otros productos en el supermercado. Que tu literatura no confronte a los dos o tres lectores que sobreviven. Sobre todo: no seas pobre. Ya no hay nada romántico en la miseria. Ríndete al mercado. El mercado te quiere. Te quiere tanto que ha creado para ti un consuelo: los concursos literarios.


Los concursos literarios. Pocas cosas han crecido tanto en los últimos años. No pasa un día sin que un escritor gane un diploma y veinte pesos en su provincia. No pasa un día, tampoco, sin que algún lector descubra la futilidad de estos premios. Los concursos literarios no son nuevos: existen desde que el Estado decidió patrocinar las artes. Tampoco son nocivos: han servido, históricamente, para descubrir y sostener nuevos talentos. Lo nuevo y nocivo es su impacto desmesurado: todo mundo habla de ellos, todo mundo escribe para colgar un diploma en su estudio. ¿Por qué? Porque el dinero que se ofrece es demasiado. Porque no son ya los Estados sino las grandes editoriales quienes organizan los concursos más tentadores. Ésa es la novedad: las justas literarias patrocinadas por los emporios editoriales. Premio Planeta de Novela: 601 mil euros. Premio Primavera: 200 mil euros. Premio Alfaguara: 175 mil dólares. Ellos ponen el dinero, nombran el jurado, editan tu libro. Tú sólo escribes. Escribes y te resignas: nunca, nunca ganarás.

Estamos ya tan acostumbrados a estos concursos que apenas si notamos su absurdo. En principio: son demasiados. Hay más justas literarias que obras laudables. Después: no hay manera de garantizar la imparcialidad de estos certámenes. La justicia es imposible logísticamente: llegan más manuscritos al jurado que los que éste puede leer. Peor: el jurado no tiene tiempo para leer. Normalmente está compuesto por personalidades reconocidas y ninguna personalidad gasta su fama leyendo los 237 manuscritos que responden a una convocatoria. ¿Qué se hace? Lo más conveniente para las editoriales: un pre jurado, a su servicio, expurga las obras y selecciona las cinco o diez “mejores”. Eso lee el jurado: lo que la editorial quiere que lea. Es fácil influir en el fallo: se acompaña el manuscrito “favorito” de la editorial con otros cuatro o cinco muy mediocres. El jurado decide: esta obra merece el premio, las otras cuatro o cinco son muy mediocres. Todo mundo cobra su cheque, y a otra cosa. La otra cosa: la presión de los agentes, las negociaciones bajo la mesa, las imbatibles sospechas. De pronto, un resquicio: algo falla y todo mundo descubre la sordidez al interior de los concursos. Se corrobora lo que ya se sabía: la vida literaria es tan vulgar como toda otra vida.


Un caso. Es 1997 y Ricardo Piglia gana, con Plata quemada, el Premio Planeta Argentina de Novela. Piglia no es un escritor cualquiera: es uno grande, uno de los mejores. Fotos, brindis, aplausos. Alguien no aplaude: Gustavo Nielsen, autor menor, finalista en el concurso, que acusa de fraude a la editorial y al ganador. Hay un juicio y el juicio dura ocho años. Nielsen argumenta: la editorial y Piglia firmaron un contrato previo, la novela ya había sido contratada antes de ser premiada. Además: el presidente del jurado era, curiosamente, el agente literario del mismo Piglia. Sólo una integrante del jurado es llamada a declarar. Declara no haber leído la novela finalista de Nielsen: la editorial nunca se la hizo llegar. La corte argentina dictamina: el ganador y la editorial cometieron fraude, el demandante debe ser indemnizado. Pierde Piglia. Pierde la literatura. ¿Quién gana?


Ganan las editoriales. Ganan siempre las editoriales. Los concursos literarios patrocinados por las editoriales son negocios de las editoriales. Así de sencillo. Los escritores se llevan una tajada pero son las grandes empresas las que lucran masivamente. Es un negocio bien pensado. Al principio se desembolsa una importante suma de dinero y ya después se descubre que ese desembolso es ficticio. No se obsequia el dinero a los autores: se les entrega como anticipo de sus regalías. Es decir: se les dan cien pesos sólo porque se sabe que su novela venderá otros mil. No se corre ningún riesgo. La publicidad es tan desmesurada como el tiraje de la obra ganadora. El autor anda aquí y allá (obligado por un contrato) en entrevistas, presentaciones, anuncios. Los agentes pactan traducciones, ediciones de bolsillo, adaptaciones cinematográficas. Mejor todavía: para no arriesgar un comino se premia, normalmente, a un autor ya reconocido. No se apuesta, como en concursos más modestos, por los jóvenes. Tampoco por una literatura ardua, arrojada, ajena a las modas narrativas. Hay que vender masivamente y la buena literatura rara vez vende. Es un negocio, sólo eso. Uno redondo. Tan ajeno a la literatura como mi abuela.


La literatura descansa donde siempre: en la escritura rigurosa. A veces coincide con el mercado y otras muchas no lo hace. De pronto aparece en los concursos literarios, aunque casi nunca en los patrocinados por las grandes editoriales. Los jurados de esos certámenes están ya resignados a la medianía: premian lo menos malo. Eso dijo Juan Marsé, por ejemplo, en la última edición del premio Planeta: entregó los 601 mil euros del premio a una novela mediocre sólo porque era la menos mediocre de todas. Otros jurados, apenas unos pocos, no se resignan. Una historia atípica: en 2005 Tusquets convocó, con bombo y platillo, a su primer concurso de novela y el premio, para asombro de todos, se declaró desierto. El jurado fue severo: ninguna novela merecía la distinción. La editorial actuó con honor: asumió las pérdidas monetarias y mantuvo su prestigio literario. Pero el honor, ya se sabe, es escaso. Lo que impera es el mercado. Y tus ambiciones, tus malditas ambiciones.


Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región menos transparente.

-Rafael Lemus

http://www.rafaellemus.net/12-02-2007/escribiendo-por-un-sueno

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