21.5.09

La vibración en la penumbra



[publicado en el no.17 de la edición electrónica de la revista Punto de Partida de la UNAM]


para Jen, Bodo* y Susana



Está frente a mí. Nervioso. Impaciente. En su rostro los signos del insomnio se vuelven dramáticos. Su ropa desgastada. Los zapatos sucios. El traje gris. Un gris seco, opaco, triste. Un gris que lo delata. Puedo ver todo esto desde aquí. La puerta está abierta y puedo verlo todo. El hombrecillo entrelaza sus manos sudorosas. Sus dedos amarillentos por la nicotina. Unas manos que probablemente carezcan de huellas. No quiero hablar con el hombrecillo. Hay algo en él que me hace pensar en palabras como repudio. No quiero hablar con él, por eso prolongo la entrevista con la mujer que, también, está sentada frente a mí. Una mujer que parece inofensiva. Por eso hago preguntas tontas. Interrogo acerca de cosas que no vienen al caso. Al inicio la mujer permanece seria y reticente, pero poco a poco la expresión en su rostro se suaviza. Piensa que ella me gusta. Piensa que tengo interés en ella. Sonríe y mueve los labios de una manera distinta. Ahora habla, sin detenerse. Sin prestarme atención. Ni siquiera se da cuenta que yo no la miro cuando habla. Que no estoy pendiente de lo que dice.



La paciencia del hombrecillo se ha agotado, se levanta de manera impetuosa y le pregunta a la secretaria si acaso alguien se dignará atenderlo. Que él ha esperado porque realmente necesita el empleo. Que no hay ningún problema si le dicen que la vacante ya ha sido cubierta. O que no cumple con el perfil del puesto. La secretaria responde que lamenta hacerlo esperar por mucho tiempo. Que es la 1:00 pm y eso significa que es la hora de la comida. Pero que no se preocupe, que al volver será el primero en ser atendido. El hombrecillo contiene su ira, murmura algo que implica la palabra burocracia. Toma su viejo portafolio café, y junto con su arrugado traje gris, abandona el edificio.



Antes de salir murmura algo que nadie hubiera querido escuchar.



La mujer continúa hablando sin detenerse. Le digo que es la hora de comer. Responde que si acaso es una invitación. Le digo que sólo si ella acepta. Se ríe, nos levantamos al mismo tiempo y dejamos el edificio. Ya en la calle trato de ubicar al hombrecillo. Busco desesperadamente el gris de su traje. Trato de hallar entre la multitud silenciosa ese cuerpo cansado, ese rostro parco, inexpresivo. La mujer a mi lado aún habla sobre temas que sólo ella entiende. De pronto hace una pausa y pregunta, ante mi evidente inquietud, si todo está bien. Respondo que estaba localizando el lugar donde comeremos. Sonríe estúpidamente. Me mira de igual modo y vuelve a su monólogo.



Entramos al lugar. Es de atmósfera metálica. Un lugar con sombras de cal. Hay ruido. Todos hablan sin cesar. Estamos dentro. De pronto, a lo lejos, lo veo llegar. Elige una de las mesas que están afuera. Un cristal nos separa. Toma uno de los periódicos amarillentos. La humedad en el papel. Un mesero se acerca. El hombrecillo niega molesto. El mesero insiste. Vuelve a negar con el mismo obcecado gesto. La mujer a mi costado sigue hablando sin detenerse. Algo usual. En tanto, el hombrecillo ha comenzado a rasgar con sus dedos ofertas de empleo que ha encontrado en los diarios. Está solo, hasta que un grupo de mujeres jóvenes irrumpe en el local. Se sientan a pocas mesas de él. Lo observan de reojo y murmuran algo. Luego: la risa incontenible. Algo parecido a la burla. El hombrecillo las mira. Las mujeres guardan silencio. Le dicen algo al mesero. Éste, de inmediato, va hacia el hombrecillo, quien le dice algo. Parecen molestos. El mesero sube la voz. El hombrecillo manotea. Finalmente se levanta furioso. Toma su portafolio y se dirige hacia la puerta.



Antes de salir murmura algo que nadie hubiera querido escuchar.



A la mujer le digo que tenemos que salir del lugar. Inmediatamente. Ella hace un par de preguntas que no respondo. Tomo su abrigo y enfilamos hacia afuera. Camino muy rápido. Obligo a la mujer a seguirme el paso. Trato de localizar al hombrecillo. Lo consigo. Ahí está: bajando las escaleras. Internándose en el intestino metálico. Lento el movimiento. Eterno es el gesto. Lo sigo. La mujer permanece a mi lado. Aquí también hay sombras de cal. Estamos en los largos pasillos. La luz es blanquecina, casi enfermiza. Hay una multitud que parece saber hacia dónde va. Estación Ciudad A. Parece que el hombrecillo va a la Ciudad Sur. Espera paciente la llegada de la serpiente que recorre el intestino sin venas. Sin aire. El vacío.



La mujer, que finalmente había guardado un riguroso silencio, vuelve a hablar sin detenerse. Yo sólo observo al hombrecillo. De pronto, la penumbra tiene su propia vibración. Él me mira. Pero es más inquietante el esbozo de su sonrisa. Algo despectivo. Cinismo. Algo. La serpiente llega con toda su estridencia. Subterráneo el tren, incoloro. Agudo, el sonido. Se abre la puerta. El hombrecillo me mira. Vuelve a sonreír.



Antes de subir murmura algo que nadie hubiera querido escuchar.



La serpiente avanza. El hombrecillo dentro. No puedo reprimir el impulso. Quiero que repita lo que dijo y que no escuché. Lo último que recordaré será la mirada de la mujer cuando dejo de asir su brazo. Curiosamente levanta el brazo izquierdo y me despide. Una sonrisa extraña se dibuja en su rostro. Me lanzo a los rieles metálicos. Comienzo a correr. Las arterias vacías del lugar. Persigo al tren que ya recorre. Sin pausa. Desesperado.



A lo lejos, un sonido. La vibración en la penumbra.



Cerca, sólo la oscuridad es falsa.



Antes, quiero ver la luz. Y después, regresar a la oscuridad.





(* modificación de última hora y post-publicación: se trata de una ecuación: Bodo= Ana Sofía Morales Maldonado)

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